domingo, 29 de julio de 2012

He desaparecido durante un largo tiempo en el que intenté acabar la universidad con unas notas adecuadas aunque la realidad cambiante pero firme del mundo que me rodea no me empujaba a seguir estudiando. Hay tanto que parece nuevo y que al fin y al cabo es siempre lo mismo. 
Si analizamos las actitudes y acciones actuales podemos ver el obvio reflejo del pasado, como una gran paradoja ya que cualquiera puede escuchar o al menos oír los gritos a la modernidad y la innovación que, si uno se lo toma con diversión, alimentan unas amargas risas que substituyen la rabia. El ejemplo al origen de estas risas son las protestas estudiantiles que personalmente he vivido y observado. Debido a que su estructura y funcionamiento me han sido desconocidas hasta este último año, no he participado de pleno como mi moral me gritaba y me imploraba de hacer. Por suerte. La verdad es que desde la Universidad Autónoma de Barcelona todo recordaba mucho la fallida revolución estudiantil en la Francia del 1968, que espero que cualquiera que lea estas lineas investigue a fondo en un buen libro de historia y no en la Wikipedia donde desafortunadamente está pobremente resumida. Básicamente se trató de un enorme e internacional intento de los estudiantes de cambiar su situación de la época utilizando los sistemas de protesta y huelga típicos y tópicos de los trabajadores y los sindicatos. De hecho las protestas cobraron fuerza solo cuando varios sindicatos se unieron al ver la posibilidad de reclamar unos cuantos derechos y cuando los consiguieron y se fueron, las protestas se desmoronaros y hasta la misma población francesa se puso en contra de los estudiantes.
Todo se repite hoy. Pero no es tanto de las polémicas protestas de los estudiantes de lo que quiero hablar (os he engañado, ¡ah!), aunque probablemente algún día tendré que hacerlo, como del continuo ciclo de sucesos que se van repitiendo década tras décadas y de las personas que lo notan. Suelen ser personas o tan instruidas que ya están hartas de tantos capítulos repetidos o personas no lo bastante instruidas como para notar las sutiles diferencias entre los diferentes eventos. En todo caso, acaban todas por perder la fe. Aclarando, perder la fe no significa dejar de creer en algún tipo de religión o espiritismo y que tal acción es algo horrible. Lo espantoso resulta ser perder de creer en algo que puede ser perfectamente la esperanza en la mejora futura de la humanidad, en la belleza del Universo o de lo sorprendente que son los dedos. Perder la fe en algo resulta horrible. Me aterroriza. Lo que queda es una quejar sobre cualquier aspecto de la respectiva vida y que acaba concentrándose en quejarse del trabajo, la pareja, el Estado, la sociedad, los zapatos, el arroz, los cereales, los penes, las vaginas, las manos y quien sabe que más. Todo acaba siendo un continuo quejido de todo lo que uno le rodea por la simple falta de la fe en algo como el futuro, la vida o una infructuosa religión.
Al fin y al cabo una parte de la vida se basa en mantener la esperanza de una cima a la que llegar y a la que se puede llegar, aunque se una ilusión. La falta de esa chispa de auto-mentira que te empuja hacia esa meta nadie nunca podrá tocar es la que, en parte, transforma el sobrevivir en vivir. Una metamorfosis antikafkiana que neutraliza los humos contaminadores de la desesperación y progresa la existencia a un estado mas liviano y mas propenso al luminoso y extravagante plasma.